María Elena Morán Atencio nació en Maracaibo, Venezuela, vive en Brasil y cuenta historias de cualquier parte del orbe. Sea escribiendo guiones, relatos breves o largos, Morán asume con mucha versatilidad distintos puntos de vista, así como la posibilidad de llevarnos desde el relato más tiernamente intimista al descarnado imaginario de la violencia atávica del ser humano. Por eso en esta oportunidad, traemos dos de sus relatos cortos, diversos, opuestos uno al otro, pero que convergen a través de la mirada de esta marabina en busca de esa universalidad que conecte a todos los seres humanos.
YO SOY FRANCISCO MARCHANTE
Yo tenía catorce años cuando arrasaron con nosotros la primera vez. Desde el faro sin luz yo lo vi todo. Eran apenas unos diez, pero sus armas los multiplicaban. Algunas familias aceptaron irse de inmediato con sus cachivaches y sólo por eso les perdonaron la vida. De nuestra familia, los que podían decidir, que eran el tío Venancio y el abuelo Pepe, estaban pescando en altamar. Cuando regresaron, les dieron bienvenida las ametralladoras y no nosotros, porque algunos estábamos escondidos y otros ya estaban ahogados en un charco de sangre. Yo lo vi todo. Dejaron los cuerpos encima de las redes llenas de pargos. Apenas un día después, cuando tuvimos completa seguridad de que la amenaza había desaparecido, nos atrevimos a buscar los cuerpos. Estaban tan ensopados en sangre que aún había peces moviéndose.
Mal habíamos terminado de enterrarlos cuando ya venían de nuevo los desgraciados. Esta vez eran menos, pero venían listos para no dejar ni resto de nosotros y armar su campamento. Los veinte que habíamos restado, ya estábamos golpe y cuida en la cueva que mi hermana María Chiquinquirá sugirió usar como escondite mientras terminábamos la lancha que faltaba para poder irnos todos juntos. Pero ellos de bobos no tenían un pelo y, cuando no nos encontraron, colgaron las cabezas de dos de nuestros perros de la mata más alta del morro y un cartel escrito con sangre: Propiedad Privada.
Por precaución, suspendimos la construcción de la lancha. Pasamos cuatro días susurrando, silenciando con paños mojados los llantos de los niños, comiendo yuca cocida y un pescado cuyo sabor se iba volviendo más y más dudoso. Fue durante esos silencios que comenzamos a escuchar a los helicópteros sobrevolando la isla. La abuela María lloraba aterrada y decía que faltaba poco para el fin, pero Juvenal nos explicó que no, que seguramente era la policía y que pronto estaríamos a salvo. Claro que nadie le creyó. A las lágrimas de la abuela, no había dios que les hubiera quitado jamás la razón.
Jamás. Dos lloraditas más tarde, los bandidos volvieron. Nos agarraron a mitad de noche. No tuvimos cómo callar a mi perro Manolo, que se me escapó e iba a largar la garganta ladrando enfurecido al cielo donde un helicóptero pasaba como un agujero negro apagando estrellas. Flaquito y chiquito como un indio pasmado, yo logré escabullirme dentro de la cueva hacia el lugar donde los murciélagos tienen sus casas. Hedía tanto que al ratico me vomité encima. Los bichos volaban como a lo loco, pero menos mal que ni me miraban. Pasé la noche ahí y cuando amaneció el sol me descubrió un camino que daba al mar.
Intenté rezar pero lo que me salió fue un popurrí de salves, padrenuestros y avemarías de tan cagado que iba de camino al faro, uno de los pocos lugares que parecía no interesar a los invasores. No tenían idea de que lo usábamos de depósito para proteger los alimentos porque las casitas de palma no estaban aguantando tanta lluvia. Era tan deliciosa la vinagreta de cangrejos de mi difunta madre, que por momentos olvidaba mi situación y ni cuenta me daba de que tenía tres días bebiendo agua de lluvia. Pero luego encontré unas botellitas de cocuy y digamos que ahí empezó a sufrir este hígado que hoy me condena.
Noche tras noche, subía al tope del faro y me quedaba simplemente mirando la negritud. Un día vi que llegaban todos los míos en un barco cortejado por sirenas negras vestidas con conchitas de chipi-chipi. Las diez Marías cantando y tejiendo sus chinchorros; las crías barrigoncitas dizque por los parásitos, el abuelo con su nariz que ni muerto debe haber parado de crecer. Tenían una celebración a bordo y yo creí que me llamaban. Sin querer me rasqué la frente y me toqué el ojo con la mano llena de cocuy y ahí se me acabó la fiesta, ¡qué ardor del carajo! Entonces caí en cuenta de que el mar estaba vacío, pero no la orilla. Vi unas siluetas y escuché sus voces bien cerquita. Me persigné y pensé que, si me hubieran dejado viva a la abuela, en ese momento ella estaría hipando. Cuando me pasó un poco el culillo, me asomé de nuevo y vi que era simple algarabía de borrachos, porque los asesinos también beben y juegan dominó y echan chistes y, de repente, un sonido me heló la sangre: el ladrido del Manolo. Venía de lejos y tenía mucho de llanto pero era él. Con certeza era él. Sabrá Dios por qué lo habían dejado vivo. Quise correr a rescatarlo, pero ni el mucho cocuy que tenía en la tripa me dio los cojones necesarios para salir del faro.
Pasé la noche en blanco. Claro que debía salvar a Manolo, pero no a lo loco. Necesitaba un plan. Primero debía recuperar la lanchita que quedaba en la cueva para huir definitivamente con él. ¿Pero cómo distraerlos para llegar hasta allá? Yo estaba dentro de la respuesta. ¿Gracioso, no? Ni cerca ni al lado. Dentro. Durante años yo quise encender el faro, pero todos los mayores del pueblo temían atraer de nuevo a los navegantes indeseados que en el pasado habían hecho estragos en nuestra isla, y de eso ni se hablaba. No sabían que ahora esos piratas no necesitaban más que oscuridad.
Apenas vieron el haz de luz cortando la noche, estallaron. Fueron un poco de locos al faro a ver qué ocurría, a ver quién se atrevía a clarear sus canalladas. No sé cómo lograban correr con tanta arma encima. Yo, que sólo cargaba un frasco de vinagreta, un destornillador y una lámina de serrucho oxidada, quedé sin aliento de correr hasta el manglar, donde esperé por Manolo hasta la mañana. Siempre que Manolo se me perdía, lo encontraba cazando cangrejos entre los zancos. O revolcándose en las dunas. Coño. Recordé que a veces él se aventuraba a ir hasta allá. En aquel desierto no había cómo esconderse. Pero tampoco debía estar muy vigilado y, en realidad, desde ahí yo podría llegar hasta la cueva sin necesitar atravesar el caserío. Respiré profundo y apreté el culo.
Allá lo encontré. Sentí una alegría que pensé que nunca más sentiría. Pero estaba flacucho. Medio pelón. No movía el rabo. Casi ni respiraba. Coño, muchacho. Me miró como miran los ciegos, pero se me acercó como si creyera que yo podría socorrerlo. Creo que ahí perdió la última lucidez. Yo hasta me olvidé del peligro que nos rodeaba. Intenté cargarlo para llevarlo a una sombra, pero él se puso pesado. Como si comiera hierro. Y pasó una cosa que no sé repetir pero que fue como si el sol del mediodía sobre su cráneo casi desnudo le evaporara la sangre. Una nube roja, maloliente, que no engañaba; mi perro, mi viejo Manolo, estaba pasando a la eternidad o algo así. El polvillo escarlata se mezclaba con los granos de arena, se me pegaba en el pelo, en el pecho, me ensuciaba la boca de muerte. Vaya usted a saber si era de Dios o del Diablo, pero era un espectáculo. Yo lo vi todo. Perplejo. Y le dije adiós. Cuando pasó el polvorín, de Manolo sólo quedaron los dientes, vueltos astillas. Malditos. Malditos mil veces ellos y sus suciedades. Después de que me le envenenaran los ojos con tanto horror visto, mi buen Manolo ya no supo más vivir.
Y yo no supe más de mí. Todo plan se me volvió humo en la cabeza. Sin pensarlo, ya iba andando hacia las que fueron nuestras casas, ahora profanadas por la Bestia, y en cuestión de segundos ellos me rodearon. Mi lengua se soltó sin pedirme permiso. –Mi nombre es Francisco Marchante. Y yo quiero trabajar para ustedes–. Me miraron como gallina que mira sal. Dijeron que yo tendría que hablar con “El Amable”.
Fue escoltado hasta la tienda en la orilla del mar. Me acerqué esperando encontrar un grandulón y lo que vi fue un hombre bajito y con pocas carnes. Ni necesité levantar la mirada para hablar. Mejor así, porque con tanto odio que yo tenía en las pupilas, debía doler mirar para arriba. Él me saludó con una calma que hacía honor a su apodo. Cuando lo tuve en frente y le dije que yo era el hijo de una María, la tejedora, y él sonrió una sonrisa que olía a café con leche y mandó a los matones a dejarnos a solas y me dijo que, siendo así, estaba orgulloso de que lo buscara y me abrazó, yo le clavé el destornillador en aquella pupila tan llena de paz, por ¡María!, y en el otro, ¡por otra María!, y en la barriga, ¡por otra María más!, y en el pecho, por todas las Marías y los Josés y los Franciscos y los Venancios y los Jacintos y los carajitos y todos aquellos cuyos cuerpos acabaron hinchados flotando en la playa.
Ahora era su cuerpo el que caía en el agua. Pero ese cuerpo no flotó. No. Ese cuerpo se hundió rápido, como ancla de barco carguero. Y en la ola que levantó, una legión de jaibas salió a la arena y avanzó en dirección a los macarras que ya venían por mí y que dispararon desnortados contra ellos sin que las balas consiguieran quebrar sus envergaduras azules, más azules que el mar donde yo ya nadaba por los siglos de los siglos, amén.
Ahora me llamo Eugenio Gamboa y soy cartero. Nunca le conté a nadie que yo sobreviví a aquella isla que los mapas ya ni nombran, por miedo a que el mal se esparza por el archipiélago. Tal vez un día, cuando me dé por hablar y entonces me internen en el manicomio, o en la cárcel porque uno no sabe cuál será la suerte del pobre, le contaré a algún viejo demente que mi nombre no es Eugenio ni mi apellido Gamboa, tal vez le diga que yo fui Francisco Marchante, que fui reparador autodidacta de faros; que vi a mi querido Manolo enfermo de asco entrar en la eternidad; que cometí un crimen que luego supe que se llamaba parricidio pero que para mí se llama justicia; que decapité, sin saber, a ese narco-imperio de las Américas que se antojó de existir justo en mi isla perdida; que no sé cómo vine a dar a esta ciudad, pero que siempre sueño con sirenas negras que me guían. Tal vez un día yo conozca una María y me enamore de ella y juntos reinventemos gente. Por ahora, me escribo cartas pidiéndome perdón por la valentía tardía y me respondo aún más tarde, rechazando la oferta de olvidar.
CARMENCITA QUIERE VOLVER
Amarra aquí, amarra allá, estira esta esquina, estira esta otra. La casita estaba casi lista y sólo habían necesitado tres sábanas viejas, dos o tres metros de cuerda y los fieles árboles de mango del patio de la abuela Carmen. Ana y Martica miraron con orgullo su creación. No había duda de que eran las mejores arquitectas del barrio.
Después de varios días postergando el cumplimiento de su promesa, Ana finalmente había accedido a usar su cocinita completa, con las ollas de aluminio y la increíble vajilla de porcelana que había heredado de su mamá por ser la mayor. Martica estaba escarcheada de alegría, hacía mucho que esperaba ese momento.
‒ ¿Y ya sabes cuándo podemos ir a Nueva York, amiga? ‒ dijo Ana, ya entrando en el personaje, mientras servía un té que, a pesar de ser ficticio, llenó la casita de un delicioso olor a frutos rojos.
‒ Ay, amiga, todavía no ‒ respondió Martica. ‒ Carlos Augusto ha estado muy ocupado en el trabajo, ya tú sabes que él es el jefe y por eso nunca está en casa.
‒ ¡Entonces vamos nosotras dos solas, amiga, tenemos que hacer unos castings y ya vas a ver que nos van a contratar para hacer las mejores películas y vamos a ser super famosas y millonarias y vamos a viajar el mundo entero! ‒ replicó Ana.
‒ ¡Bueno, bueno, podemos ir sin Carlos Augusto, pero entonces que no vaya tu marido tampoco!
‒ Martica, ya te dije que yo no iba a tener más marido y que no quería hablar de eso ‒ dijo Ana, muy molesta.
‒ Ay, es verdad, amiga, que ahora tú eres divorciada, discúlpame.
‒ Ahora yo soy divorciada y a las divorciadas no les gusta hablar de eso. Yo soy una mujer independiente, en la flor de la vida, que no necesita de ningún…
‒ ¡…hombre para ser feliz! ‒ completó Martica.
‒ Esa es mi línea, Marta Teodora, di tus propias líneas.
‒ Yo no soy Marta Teodora, no me llames así.
‒ Las Martas Teodoras se roban las líneas de los otros, entonces si no quieres ser Marta Teodora, inventa tus propias líneas, Marta Teodora.
‒ ¡Que yo no soy Marta Teodora nada! ‒ gritó molesta Martica, lista para irse a los puños con Ana, que logró evitar el primer empujón.
‒ No seas boba, amiga, vamos a seguir hablando del…
Ana quedó fría cuando la vio entrar en la casita. La abuela Carmen no salía de su cuarto hacía por lo menos quince días.
‒ ¡Mamaaaaaaá! ‒ gritó Ana, sin saber qué más hacer. ‒ ¡Maaaaaami!
‒ ¡No, espera! ‒ dijo Martica, cubriéndole la boca. ‒ Vas a asustar a la abuela.
Cuando Ana se dió cuenta, ya Martica le había puesto unas perlas, un sombrero y un chal a la abuela que, sin decir una palabra, sonreía contenta mirándose en un espejo de mano que muy probablemente había sido de ella y ahora formaba parte de los juguetes más preciados de las nietas.
‒ No tienes por qué ser así de grosera con Carmencita, la grande. ¿No ves que esta visita es la visita más especial que podemos recibir antes de irnos a Nueva York? Ella fue una gran actriz y puede darnos muchos consejos.
Ana no estaba muy segura de seguir el juego; ahora que tenían que lidiar con la abuela Carmen, que ya no se acordaba ni de su nombre y que no mencionaba una palabra que no fuera «No» desde hacía años, la ficción de las futuras actrices no tenía mucho sentido. Ana no sabía decir por qué, pero le daba miedo. Martica, en cambio, parecía no tener la menor duda de que podían aprovechar la presencia de la abuela para alimentar la trama del juego.
‒ Carmencita, la grande, cuéntanos… ¿cómo te sientes ahora que estás en casa otra vez? ¿Fue bueno el viaje?
La abuela la miró, confundida.
‒ Acabas de regresar de Nueva York, Roma, París, España y Estados Unidos.
La abuela Carmen, al escucharla, se puso atenta como hacía mucho no ponía. Sonrió. Sonrió con los labios y sonrió con los ojos, como se sonríe cuando un recuerdo feliz se nos instala en los párpados o se nos viene a la punta de la lengua.
‒ España ‒ dijo bajito, bajito, tan bajito que las niñas no la escucharon.
‒ ¡Nueva York es en Estados Unidos, burra! ‒ gritó Ana.
‒ ¿Y eso qué importa? No seas necia.
‒ España ‒ repitió la anciana, un poco más alto.
‒ ¡Que las mujeres independientes no pueden ser burras, mija! ‒ retrucó Ana.
‒ En España fue muy lindo ‒ dijo la abuela Carmen, ahora claro y fuerte.
Las niñas se miraron muy sorprendidas. Ana ni siquiera podía recordar la voz de la abuela de tanto tiempo que ella tenía perdida en su silencio.
‒ ¡Mamáaaaaa! ‒ pidió socorro Martica, ahora sí, suspendiendo el juego. ‒ ¡Mamaaaaaaá, ven rápido!
‒ ¡Cállate, boba! ‒ exigió Ana. ‒ ¿Tú ya estuviste en España, abuela?
La abuela Carmen asintió con la cabeza y comenzó a reírse.
‒ ¡Abuela no, Carmencita! ‒ reclamó Martica.
‒ Cuéntanos cómo fue España, Carmencita.
‒ José… José se… en plena acera… José… ‒ la abuela no podía hablar, en medio del ataque de risa que se apoderó de ella. Las niñas, contagiadas, comenzaron a reírse, sin entender nada.
‒ ¿Qué pasó con papi en España, abu… Carmencita? ‒ insistió Ana, tan rápido como pudo parar de carcajearse.
‒ José tenía cinco años, era de ese tamañito así… ‒ dijo la abuela señalando una altura aún más baja que la de Martica. ‒ Se paró a bailar en plena Barceloneta.
‒ ¿Papi, bailando? ‒ preguntó Martica, sorprendida.
Ana se sintió decepcionada, pensó que estaban recuperando a la abuela, que era lo que su papá más deseaba en el mundo, pero no. Su abuela estaba divagando, justo como estuvo haciendo meses antes de dejar de hablar. El sueño de su padre no tenía cómo ser realizado, por más que ella quisiera, y eso la entristecía profundamente.
‒ Escuchó cantar a La Pantoja… y empezó…
‒ ¡Pero si papi no baila, nunca, jamás de los jamases, ha bailado ni trompo! ‒ Martica no podía creer lo que decía su abuela.
‒ Déjala, Martica. Está inventando ‒ le susurró Ana a su hermana.
‒ José bailó y con lo que se ganó se compró un helado gigante.
‒ Sigue loquita ‒ Martica concluyó.
Pero, a decir verdad, no parecía. Ana comenzó a dudar. La abuela, con las carcajadas más sinceras y una mirada feliz, no tenía cara de lunática ni enferma. De un momento para otro, se había convertido en una abuela como cualquier otra, abrazable, conversable, jugable. Y la posibilidad de una nueva esperanza dejó a Ana maravillada.
‒ Y la gente, los turistas, empezaron a darle dinero ‒ completó la abuela, aún entre risas.
‒ ¿Y dónde más estuviste, Carmencita, la grande? ‒ preguntó Martica.
‒ En España ‒ respondió la abuela.
‒ Ya de España nos contaste, abue, ¿dónde más estuviste? ‒ preguntó Ana, ya presintiendo que el instante de lucidez, si es que había existido, estaba acabando.
‒ En España.
Un silbido inconfundible captó la atención de las tres, que se emocionaron de inmediato. Tras las sábanas y con la luz anaranjandita del sol de las cinco y media de la tarde, las niñas distinguieron la silueta de su papá, José, recién descubierto bailarín.
‒ ¡Papá, estamos en la casa, ven! ‒ dijo Ana.
José asomó su rostro por la puerta-rendija.
‒ ¿Tienen visita, entonces? ‒ preguntó José sorprendido al ver a su madre, Carmen, dentro de la casita.
‒ ¡Papi, llegaste temprano! ¿La bendición? ‒ pidió Ana.
‒ Dios te bendiga.
‒ ¿Ción, pá? ‒ Martica, mimada, se enrolló entre los brazos de José.
‒ Domeniga, bebés ‒ José besó a Martica y a Ana y, en eso, su mirada se encontró con la de Carmen, que lo miraba fija, sonriente.
‒ Papi, la abuela Carmen habló con nosotras ‒ soltó Ana, grave y contundente, como quien cuenta un milagro.
‒ ¿Cómo así? ‒ José creyó que le estaban tomando el pelo.
‒ De verdaíta. Puras locuras, pero habló. Imagínate que dijo que tú y que habías bailado en España.
Ana vio cómo el rostro de su padre se transformó con la noticia y supo entonces que su abuela no estaba divagando. Después de mucho, mucho tiempo, ellas, no sólo sus cuerpos sino también sus cabezas, se habían encontrado.
‒ ¿Mamá les contó de eso? ¿En serio? José, perplejo, miró a Carmen, que ahora estaba abstraída en su imagen en el espejo.
‒ ¿Es verdad, papá? ¿Bailaste?! Dilo de nuevo, abuela, dilo, dilo! ‒ pidió Martica.
‒ ¡Anda, abuela, habla! ‒ insistió Ana.
‒ No, no. No la presionen. ‒ José miraba a su madre, tratando de traerla de vuelta del silencio, pero ya Carmen se había dejado llevar lejos.
Ana trató de quitarle a Carmen el sombrero, pero la abuela no se dejó.
‒ Déjaselo ‒ pidió Martica. ‒ Yo se lo presto. Y las perlas también, abuela, pero con la condición de que después nos sigas contando ‒ le adviritió Martica bien bajito a la abuela Carmen.
‒ Vamos a comer, que ya la mesa está servida y si se enfría, ¡ay, mamá! ‒ dijo José, apurándolas.
Martica salió corriendo.
‒ ¡A que llego primero y me como todos los tallarines! ‒ los desafió Martica.
‒ Quería tanto que la hubieras visto, papi… ¿Será que ella va a mejorar?
José tomó a su madre por el brazo y le acarició el cabello.
‒ ¿Bendición, mami?
Ana sintió su corazón arrugarse como una uva pasa cuando la abuela no le respondió a su padre. Dieron algunos pasitos lentos, como no queriendo dejar el espacio del milagro. Atrás quedaba la casita de sábanas, la danza de sus paredes con el viento y un terremoto de juguetes regados por todo el piso.
‒ Dios te bendiga, mijo ‒ dijo Carmen bajito, bajito, tan bajito, que Ana pensó que habían sido apenas sus ganas de escucharla, sus ganas de decirle a su padre que ella y Martica habían rescatado a la abuela para él. Fue sólo cuando vio a su padre saltar, loco de alegría, que lo creyó.
Lo que no pudieron las visitas mensuales a los médicos ni las mil medicinas ni las yerbitas e infusiones, lo pudieron ellas dos, Marta Teodora y Ana, que juntas no sumaban doce años y ya eran mujeres de mundo, casadas hoy, divorciadas ayer, felices mañana, futuras actrices de éxito en Nueva York, que tomaban un té bajo una casita de sábanas y, mientras tanto, hacían una magia tan blanquita como las trenzas de la abuela.